miércoles, 2 de noviembre de 2011

El juego del oso y el conejo.

Primero fue una, luego dos, y después de la tercera, ya no hubo vuelta atrás. Miró a su alrededor con los ojos apenas abiertos… ¿Estaba en una azotea? Genial; no se acordaba ni de cómo había llegado ahí; no se acordaba de por qué había accedido a beber con su hermano si bien sabía que ese mañoso llevaba sus vicios hasta los extremos, sabía que Yuya lo dejaría donde cayera y se regresaría al apartamento. Lo maldijo y se maldijo, “¿cómo diablos podía caminar después de tantas botellas?”. Rió amargamente al encontrarse parado en quién sabe dónde, y volvió a reír:

—La práctica hace al maestro.

Agradeció no ser de esos a los que les da la resaca, lo que no sabía era que sí le daba, pero por su personalidad tan amarga, tener dolores de cabeza y mal humor, eso era ya cotidiano. Se pasó una mano por el cabello y se rascó la cabeza un rato. Como pudo, logró ponerse de pie, limpió el polvo de su vestimenta y se puso los zapatos que, por alguna razón, estaban sobre una maquinaria que hacía ruidos estruendosos. Lo siguiente que hizo fue mirar su entorno nuevamente, con las manos en la cintura y unas ganas de matar a su hermano…

Hizo un par de estiramientos, comenzando por sus brazos y piernas para finalizar con unos movimientos lentos de cabeza. Se tocó el rostro y, con horror, se dio cuenta que esa borrosa vista no era por el alcohol, sino porque sus anteojos no estaban. Apretó la quijada y sus dientes rechinaron: “Yuya”, pensó con furia.

Tras dar varias vueltas a la azotea, por fin encontró unas escaleras que daban hotel adentro. Estornudó dos o tres veces mientras caminaba por los pasillos que, gracias al cielo, le parecían bastante familiares.

—Trescientos… dos —. Bostezó. Tocó varias veces a la puerta antes de recordar que traía su llave en el bolsillo. Luchó un rato con la cerradura, e incluso la maldijo antes de poder entrar. Se arrastró como pudo y se dejó caer en el sofá.

Encontró el mueble apestoso de su sala bastante cómodo, es decir, cualquier cosa era más suave que el cemento comprimido. Sonrió y se puso de lado, dispuesto a dormir por mucho rato. Y, sin darse cuenta, el sueño lo venció.

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Muchas veces lo había visto sonreír, pero justo ahora, esa sonrisa era diferente, era como… diabólica. El oso sólo se limitaba a fumar, a fumar y a mirar al conejito haciendo de las suyas. Ese chico es de esos que no tienen límites, aseguró mentalmente el oso, mientras pisaba la colilla.

—¿No crees que ya es suficiente? —preguntó mientras entraba. Cruzó sus brazos a la altura de su pecho y ladeó la cara—. Ah, espera. Enfoca su rostro, ¿atrapaste la serenidad de esa sonrisa?

—Sí, creo que sí —sonrió el pequeño; luego pasó a otra hoja de su cuaderno.

—¿Estás consciente que jamás va a perdonarnos? —dijo Yuya, mientras tomaba otro cigarrillo.

—Seguramente querrá matarnos… si se entera de esto.

Ambos se miraron sonrientes: cómplices y mudos, hasta la tumba.

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Cuando al fin abrió los ojos, se encontró todo exactamente igual que cuando había llegado. Suspiró aliviado. Luego llamó a su hermano, revisó las habitaciones y el baño, pero nada. Se rascó la cabeza y buscó su celular. Presionó el cinco y puso el aparato cerca de su oreja.

—¿Sí, diga? —contestó el Aoi mayor.

—¿Dónde estás? —gruñó; le respondieron. —Ah, ya veo. No llegues muy tarde—colgó. Lanzó el teléfono, cayendo éste sobre lo que fue su cama por sabrá Dios cuántas horas. Volvió a rascarse la cabeza. Era hora de ducharse.

Decidió tomar un baño caliente, así que preparó la tina y se quedó un rato largo sumergido, pensando. Miró el techo y recordó que sus anteojos aún no habían aparecido. Suspiró.

—Tendré que ir por un par nuevo en la tarde —. Acercó su mano, cubierta de espuma y sopló fuerte. Estaba cansado, y aburrido.

Se perdió en lo tibio del agua y en la tranquilidad que tanto le había hecho falta esas últimas semanas. Y de la nada, se encontró tarareando una canción con un ritmo bastante agradable. Luego compondría algo de eso, seguro. Se puso una toalla por la cintura y tomó otra para secarse el cabello. Cortárselo o no, era una duda que le había entrado cuando se miró al espejo.

—Ya está demasiado largo… y descuidado —rió fuerte; se giró sobre los talones y desordenó su mesita hasta que encontró unas tijeras—. De cualquier manera, el cabello crece.

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Su barbilla había encontrado un lugar muy cómodo sobre la palma de su mano. No podía dejar de sonreír; sus ojos brillaban y su lápiz no dejaba de moverse, retocando y estilizando cada curva, cada recta, cada detalle de su nuevo dibujo.

—Es perfecto. Idéntico a él —dijeron sus compañeros de equipo, pero Atreyu hizo un ruido, no estaba de acuerdo.

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Estaba a punto de cortarse el primer mechón cuando el tono de su celular lo asustó. Dejó las tijeras y se apuró a contestar. Se sonrojó levemente al escuchar su voz.

—Espérame cinco minutos.

Colgó y dio uno o dos pasos hacia su habitación, necesitaba vestirse o, cuando menos, ponerse la ropa interior. Rápidamente jaló el primer pantalón que vio y se lo puso. “Demonios”, era de Yuya y le quedaba ajustado. Miró a su alrededor y entonces recordó dónde estaba su hermano: “la lavandería de siempre está cerrada, así que tuve que venir a una más lejana; esperaré a que la ropa salga y volveré”. Doble “demonios”.

Y entonces el conejo usó la copia de la llave que secretamente había obtenido del Aoi mayor.

—Ya pasaron más de cin… —el rostro del pequeñín se tiñó de un desvaído carmín; luego miró en otra dirección—. Termina de vestirte, ¿quieres?

Ritsu no dijo nada porque, ¿qué iba a decir?, si había sido Atreyu quién había entrado sin permiso, y había sido el mismo castaño quién se había sonrojado.

—No hay razón para sonrojarse; ambos somos hombres y no hay nada que tú no tengas —bromeó, despeinándolo despreocupadamente.

Wilhem siguió a su ex-compañero de equipo y se dejó caer sobre la cama de éste. Miró fijamente el techo: no quería volver a ver la espalda desnuda del pelinegro. Suficiente tendría con los recuerdos de ancha y aparentemente fornida espalda. No tenía intenciones de recordar lo tostado de su piel, ni de fantasear con lo suave que podría ser al taco. Sintió las orejas calientes, se estaba sonrojando de nuevo.

—Aish —se quejó, aplastando una almohada contra su rostro. Se sentó cuando sintió que su rostro ya había recuperado su color natural.

—¿Qué tienes, Atreyu? —Interrogó, y al no recibir respuesta, se acercó, agachándose frente a él. — A todo esto, ¿qué haces aquí?

—¡Ah, es cierto! Había olvidado el motivo de mi visita —sonrió, palmeando los hombros del oji-azul—, ¿me darías tu opinión acerca de mi nueva colección de bosquejos? Me hace falta una opinión creíble.

—Eso creo —Puso sus manos sobre una de las manos del castaño y ladeó la cabeza, sonriendo—. Definitivamente te pasa algo hoy— Atreyu alzó una ceja—. Estás todo rojo.

Al momento siguiente, el conejo estaba sobre su desgarbado compañero. Todo por un intento de alejarlo. El primero, como pudo, se acomodó en el piso y estaba a punto de gritarle cuando escuchó algo que jamás se imaginó: Ritsu comenzó a reír. El castaño, entre maravillado, intrigado e incrédulo, se puso de pie y ayudó al otro. Cayendo un poco en la cuenta de lo que había hecho horas atrás, Atreyu comenzó a sentirse incómodo, incómodo pero dichoso al tener la oportunidad de ver un lado que parecía inexistente en el Aoi menor.

—Veamos tu arte —Tomó su mano, caminando hacia la sala.

¿Era esa actitud un efecto secundario de haber bebido tanto la noche anterior? Según le había dicho Yuya, a Ritsu le daba resaca, muchísimo sueño, se olvidaba de lo que había pasado mientras estaba bajo influencia del alcohol y, especialmente, perdía la noción del tiempo. Pero no había mencionado nada acerca de un cambio de humor, y mucho menos que el pelinegro perdiera su “gruñosidad”. Atrapó su barbilla con los dedos, intentando llegar a la conclusión de por qué Aoi Ritsu ya no era tan… él.

—No puedo apreciar muy bien los detalles porque no he podido encontrar mis anteojos —admitió, al tiempo que se rascaba la mejilla con el dedo; entonces volteó a verlo, sonriendo plácidamente—; de cualquier manera, me encantaron: tu técnica y trazo es muy buena, y no sé por qué, pero cuando miro estos dibujos, me lleno de paz y calidez, siento como si pudiera tocar el cabello de ese joven. Supongo que es eso a lo que llaman “trasmitir tus sentimientos a la pintura”, ¿no? Casi puedo asegurar que cuidaste cada línea, cada punto, cada sombra, cada detalle. Es sencillamente...

—Perfecto —terminó. Pero el de ojos miel no se refería a la pintura, claro que no. Él sólo había expresado lo que su mente no había podido contener, porque Atreyu no había mirado los bosquejos ni una sola vez desde que entró al apartamento, porque el conejo se había perdido en ese nuevo Aoi que, increíblemente, le había cautivado sin mucho esfuerzo. Muchas veces había visto ese porte serio y atractivo, pero esta vez estaba viendo a un chico completamente distinto, ahora se encontraba mirando a un sonriente —y un tanto coqueto— Ritsu. ¿Qué le había dado? ¿Por qué se comportaba así con él? Y lo más importante: ¿por qué no había apartado la mirada?

—Sigues rojo, ¿lo sabías? —puntualizó, y luego volvió a los bosquejos, apiadándose del acelerado corazón del conejo. De pronto frunció el ceño, puso una mueca de incredulidad e incluso ladeó la cabeza. Alzó uno de los dibujos de Wilhem y lo señaló con el dedo—: Corrígeme si me equivoco. ¿Soy yo? —El castaño se puso de pie de un salto, y le dio la espalda—. Correcto, sí soy.

La habitación se quedó en silencio por un rato. Atreyu comenzó a pasearse por el lugar, evitando la mirada del más alto y tratando de calmarse. Ritsu, por su parte, había decidido prestarle especial atención a ese dibujo: definitivamente era él, durmiendo con una sonrisa de total placer, tenía un par de gotas de sudor en la frente y su cabello estaba sucio; su camisa estaba mal abotonada, sucia y mojada. Entrecerró los ojos y se acercó más. ¡Ah, así que no había imaginado cosas! Alzó la mirada, enojado.

—¡Mocoso! —gruñó con fuerza, mientras el último mechón castaño de Wilhem desaparecía por la puerta. El oji-azul dejó todo y salió corriendo. Ese chiquillo se las pagaría.

—Si me alcanzas, te devuelvo tus lentes, dormilón —le gritó, mientras las puertas del elevador se cerraban.

Honestamente, el Ritsu agradable le había atraído bastante, pero por ninguna razón se atrevería a cambar al Aoi gruñón. No podría. Molestarlo se había convertido en su pasatiempo favorito.

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A Yuya le esperaba la peor de las palizas en casa pero, en definitiva, tener algo con qué chantajear a su hermano, lo valía. Sonrió de oreja a oreja mientras apretaba los bosquejos “especiales” que el conejo le había regalado.

martes, 18 de octubre de 2011

No lo extrañes demasiado.

Aunque ya le habían advertido más de cien veces —¿o ya eran doscientas?—, el chico de desgarbada imagen insistía, cuando menos, en almorzar comida rápida. Era más un hábito que cualquier cosa, e incluso había perdido la delicadeza de decir “qué bueno está”. Las hamburguesas y las papas fritas se habían vuelto como el pan de cada día, casi literalmente.

—De verdad, eres… —Yuya prefirió cerrar la boca y mirar, decepcionado, al “robot-aoi”—. Mira que tu horario de trabajo no está tan apretado que cuando estabas en el concurso; no sé qué tanta necesidad de comer esas cosas.

—No tengo el gusto por la cocina como tú, hermano —masculló, subiendo sus piernas al sofá y llevándose otra hamburguesa a la boca—; ni tampoco tengo muchas ganas de andar cocinando.

—Hmmm… ¿y por qué crees que sea? —Alzó la vista un momento y sonrió, mientras regresaba a las pruebas de diseño en la computadora. Ritsu hizo un ruido parecido al gruñir de un perro enojado—. Es en serio, desde que esa pulga no viene de visita, estás de un humor… y mira que sólo ha pasado una semana; imagínate cuando se desaparezca por un mes.

El de las gafas rodó los ojos. ¿Por qué tenía que recordarle eso? Suficiente tenía con andar medio raro como para que, además, Yuya “ponga el dedo en la llaga”. Dejó su comida tirada en algún lado —como siempre— y atravesó la sala hacia el balcón.

—Se me fue el apetito —respondió a los ojos interrogantes de su hermano. Luego corrió la puerta del balcón tras de sí. Miró las estrellas e, instintivamente, apoyó los codos en el balcón. Suspiró, y luego cerró los ojos. De pronto, la bolsa de su suéter vibró; abrió el celular sin ver quién y dejó salir, en un hilo de voz:— ¿Habla Ritsu, diga?

—¡¡Emociónate más!! —chilló la bocina; el de cabello azabache sonrió— ¡Llevas una semana sin verme! ¿No podrías hacer el esfuerzo? ¡Tonto!

Aoi se dejó caer al piso; no podía evitar reírse por la sarta de irrelevantes cosas que el castaño estaba diciendo; escuchó atento a lo que decía, con la sonrisa ya tatuada en el rostro.

—¡¡Oye, Ritsu!! —gruñó; seguramente estaría inflando las mejillas. Ritsu sólo hizo un ruido en contestación— ¡Di algo, ¿quieres?!

—Extrañaba escuchar tu voz.

—¡Eso es obvio! —Se burló—. Dime algo que no sepa. Buenas noches.

¿Y él es el frío…?

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—¡Hoy cociné para ti! ¿¡Y aun así vas a comer esa basura!? —lloriqueó Yuya, mientras veía a su hermanito tragarse las papas de a cinco en cinco.

lunes, 17 de octubre de 2011

Instintos.

Podía aceptar estar como estaba, podía aceptar sentirse como se sentía, podía aceptar estar, de vez en cuanto, de buen humor o tarareando una canción por el simple hecho de recibir un mensaje de los buenos días. Lo que no podía aceptar era verse al espejo y no reconocerse: ¿zapatos limpios —e incluso lustrados—? ¿Camisa planchada, sin manchas de procedencia dudosa y con todos sus botones? ¿Pantalón igualmente limpio? ¿Y qué era eso? ¿Se había peinado? ¿En qué momento? ¡¿Qué diablos tenía pensado hacer?! Si sólo irían a una exposición de arte.

—Estás perdido, Aoi —le dijo a su reflejo. Suspiró, y al mismo momento, la puerta fue abierta sin previo aviso, dejando ver a un pulcro Atreyu, con un traje gris lo suficientemente ajustado para resaltar su delgada cintura; cualquiera pensaría que hasta era un Wilhem decente y digno de respetar. Ritsu se giró y lo miró de frente, levemente sonrojado.

—¡Oh, pero qué guapo te ves hoy! —rió, pero no en son de burla, sino más bien avergonzado por lo que acababa de decir; pronto se percató del intenso mirar de su compañero:— ¿Qué tanto miras, Tsu-su? —sonrió ampliamente, dando varios pasos hacia él: se le acababa de ocurrir algo divertido—, ¿acaso te gusto o qué? —bromeó.

—Sí. —Y esta vez fue Aoi quién avergonzó a su saltarín compañero. Le regaló una media sonrisa antes de acortar deliberadamente la distancia entre ellos hasta rozar fugazmente sus labios. —¿Algún problema?

… la verdad, ser taciturno no implica no seguir a tus instintos.

domingo, 16 de octubre de 2011

Un, dos, tres por el gruñón.

Una y otra vez, esa risa tan peculiar se colaba entre sus pensamientos, haciéndolo sonreír sin aparente razón. ¿Era en serio? ¿De verdad él estaba sonriendo por recordar a esa pulga hiperactiva?

—No seas estúpido, Ritsu —puso la taza sobre la mesita con más fuerza de la necesaria—; saldré un momento, hermano.

Se puso de pie de un salto e hizo ruido con las llaves del departamento con la intención de despertar al oso que tenía por hermano. Se acercó a la puerta y se giró sobre los talones, cruzando los brazos alrededor de su pecho, y esperó.

Escuchó claramente como “algo” se impactaba con el suelo; estiró el brazo, con la mano abierta y una sonrisa burlona. Una maraña de cabello café pronto se asomó y dejó caer varios billetes en la palma del Aoi menor. —Cigarrillos. Una caja. De los blancos. No regreses muy tarde—. Y con eso, se giró y regresó a su “cueva”. Cerró con llave y bajó al lobby, usando las escaleras por primera vez en varios meses, después de todo, no pensaba regresar tan temprano a casa.

Una vez afuera, emprendió una caminata sin rumbo definido: seguro se le ocurriría a dónde ir en el camino. Luego de quince minutos, se encontró sonriendo otra vez. Sacudió la cabeza y se forzó a pensar un destino.

—Mamá, ¿regresaremos mañana? —dijo un pequeño que iba pasando— ¡di que sí, anda! ¡Sabes que adoro el parque y…!

Perfecto.

Se dejó caer sobre una banca cerca de los juegos. Y no era porque quisiera ver a los niños jugar, sino porque esos mocosos podían hacer mucho ruido y, así, podría concentrarse en todo menos en sus pensamientos que, honestamente, comenzaban a preocuparle, es decir, ¿por qué cada que se daba cuenta, estaba pensando en ese monito inquieto? Y ahí iba de nuevo.

—¡Un, dos, tres por Tsu-su que está en la banca de allá!—. Rió fuerte. ¿Ahora deliraba con su voz? —Si no corres te atraparé y no podrás salvar a tus compañeros, Ri-chan!

—Claro, claro —contestó, restándole importancia; luego echó su cabeza hacia atrás, cerrando los ojos despreocupadamente.

—Oh, venga, juega con nosotros —dijo, irritado—. El hecho de que hayas renunciado, no significa que vayas a dejar de ser mi amigo. ¡Venga, bella durmiente! —ordenó, jalándole el cabello y besándole muy cerca de los labios.

—¡Qué diablos pretendes, mocoso! —gruñó el de los anteojos, olvidándose por completo de lo mucho que lo extrañaba. El castaño, con su radiante sonrisa de siempre, saltó sobre él, abrazándolo con fuerza.

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Casi sin energía, Yuya rogaba porque su hermano regresara pronto con sus cigarros.

martes, 11 de octubre de 2011

Barrera Abajo

Era su especialidad. Más que cualquier otro que hubiese conocido, Ritsu estaba completamente seguro de que no habría quien pudiera vencer al pequeño castaño en “romper todo lo que toque”.


Desde hacía un par de días, luego de enterarse de la abrupta dimisión del mayor, Atreyu había decidido mantenerse en la etapa de “negación”, por lo que todo seguía igual, al menos para él. Incluso le había dado por obligar a Ritsu a asistir al “trabajo”, literalmente. Pero cada vez que Aoi quería hacerlo entrar en razón, el pequeño le lanzaba miradas tiernas y le abrazaba con una sonrisa, pues todo lo tomaba a juego.


—Ya ha pasado una semana, Atreyu —dijo el de gafas, mientras le daba un sorbo a su taza de café y se sentaba en el sofá.


—¿Una semana desde qué, Tsu-su? —le sonrió. Ritsu entrecerró los ojos, harto de la actitud del otro, y también de ese desdichado apodo que le había puesto.


—Sabes de lo que hablo —dijo, serio y un tanto irritado. Alzó la mano, haciendo señas al castaño de que se acercara a donde él estaba—. Esto ya no es divertido; llevas una semana viviendo aquí, y mi hermano se incomoda porque eres demasiado confianzudo. Cada que intento llevar el tema, te enojas y rompes cosas, los dueños están pensando en dejar de rentarnos la casa por los constantes daños, y todo esto por algo tan irrelevante como que ya no estaremos en el mismo…


—No lo digas —susurró, ocultando sus ojos con el cabello—; no seas cruel —Se sentó en la mesita frente a Ritsu—; no te… No te vayas —ordenó al final, mirándolo fijamente. Enarcando una ceja, Aoi recibió al pequeño en sus brazos, recibiendo golpes en el pecho.

Era, en definitiva, su especialidad. Ritsu estaba seguro que no conocería a otro como él, estaba seguro que nadie podría ser tan bueno en “romper” cosas como para echar todas sus barreras abajo y robar su corazón con tanta facilidad. Casi podía asegurar que nadie a parte de Atreyu Wilhelm podría dejarlo expuesto y frágil, tanto como para que se viera preocupado y velando por su sueño. Ciertamente, ese pequeño era, de muchas formas, alguien especial para él, y más desde ese día.